
El amor es ciego, pero nunca tanto. Porque más allá de la edad y el semblante de autopsia que hoy luce su enjuta humanidad, sé que Woody no tiene sex appeal . Pero es tan brillante que no se soporta a sí mismo. Justo mi tipo de hombre. Para mí, su encanto radica en su torpeza pre-meditada y en una inteligencia aguda, disfrazada de absurdo, que provoca aplaudir cada una de sus torpezas. Así como creó en sus películas una especie de “Woody en el país de las maravillas”- lleno de personajes que piensan como él, hablan como él, se visten como él y enamoran a todas las heroínas de turno- yo creé mi propio mundo de fantasía alrededor de Woody. Un mundo dónde el destino hacía justicia, Scarlett y Penélope desaparecían del mapa y el director descubría en mí a la musa latina que daría inspiración a sus últimos y fructíferos años de vida.

Aparentando normalidad ante la elite presente, que enfrentaba con poco entusiasmo una noche más en el Carlyle, me paré en un rincón, lo más compuesta y estirada que pude. Pero apenas apareció en el escenario- silencioso, pálido y sin levantar la vista- se me desbordó la calcetinera que todas llevamos dentro. La más indigna de todas. Mientras gritaba, saltaba y bailaba lo que saliera de ese clarinete, Woody tocaba con los ojos cerrados, o agachaba la cabeza, bostezaba y se quedaba quieto. Nunca abrió los ojos, ni mostró alguna señal de afecto hacia el público presente, que ya empezaba a sospechar que había pagado 150 dólares por verlo dormir en el escenario. El desaire de Woody no hizo que mi ánimo decayera; es más, la hiperventilación pronto dio sus frutos, cuando un brasilero misterioso me invitó a conocerlo. Entre la champaña y la falta de vergüenza terminé persiguiendo al desconocido por los pasillos del Carlyle, mientras me prometía que Woody estaba esperando al final del arco iris. Finalmente, lo vi escabullirse hacia la puerta giratoria. ¡Woody!, grité. Nada. “¡Woody!” grité más fuerte. Ante el silencio, corrí y lo encaré dentro de la puerta giratoria. No tenía donde escapar. Le toqué el hombro. Se dio vuelta. No puedo decir que crucé miradas con él, quizás una leve sonrisa. ¿Puedo darte la mano?, le dije, en mi peor inglés. Me la dio, sin dejar de mirar al suelo. Simultáneamente, el cerebro me mandaba órdenes: “di algo inteligente, ojalá brillante. Es la oportunidad”. Entonces, ocurrió: “¡Woody, I love you! ¡I love you!”
Así, de un plumazo, todo se fue al suelo. Los sueños de grandeza, la esperanza de que viera en mi a su próxima musa latina intelectualoide. Ipso facto, me transformé en la perfecta presidenta del club de fans. Caí de cabeza en el canasto del montón. No contenta con la pérdida de dignidad, lo seguí hasta la calle, mientras el brasilero misterioso seguía mis pasos con la cámara, sin saber que en lugar de fotos estaba filmando un largo y tedioso video. Logré escabullirme entre la multitud que lo atosigaba, apoyé mi pera en su hombro y miré a la cámara, cachete con cachete de Woody. Y aunque en el video parezca posando con su efigie en el museo de cera, no importa demasiado. Esto de ser groupie nunca ha sido bilateral, sino más bien un acto de vanidad. Al menos, para mí lo fue. Porque no volví a Chile con las manos vacías, sino llena de los gérmenes seniles de Woody. Porque grité a los cuatro vientos todos mis sentimientos, aunque el mensaje sólo mareó al pobre anciano. Porque el registro audiovisual inmortalizó el momento en que compartimos espacio y tiempo, aunque él nunca se percató de mi existencia. Y porque después de verlo tocar el clarinete comprobé que, al igual que yo y el resto de los mortales, Woody Allen no es perfecto.
(Sí, Woody es el caballero de espaldas.)