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domingo, 12 de enero de 2014

Interiores (Woody Allen, 1978): Una mirada hacia adentro


Woody Allen, el antihéroe non plus ultra del cine norteamericano, creó en el imaginario de sus películas una especie de “Woody en el país de las maravillas”. Es delante de la cámara donde el afamado director lleva su esencia a su máxima expresión, descarga su visión pesimista, su vertiginosa energía e intenta opacar sus más oscuras inseguridades. Pero a diferencia de la mayoría de sus películas, el primer punto de inflexión de su carrera estuvo lleno de quietud. En Interiores, el jazz paró de sonar como telón de fondo, Diane Keaton dejó de interpretarse a sí misma, los diálogos vertiginosos dieron paso a silencios y Allen- quien solía aparecer en pantalla interpretando diversas variaciones de su persona- se quedó tras las cámaras. El filme nació como un homenaje a Ingmar Bergman, ídolo absoluto de Allen, y justificado por su admiración no tuvo pudor en emularlo. Alguna vez el director se burló de su novena película al definirla, con cierto aire irónico, como“cine para europeos”; sin embargo, fue gracias a este filme que muchos se preguntaron por que Allen se empeñaba en hacer comedia, cuando era en el drama dónde se encontraba su mayor potencial.



En el universo de Interiores, tres hermanas- Renata (Diane Keaton), Joey (Marybeth Hurt) y Flynn (Kristin Griffith)- intentan sacar adelante a su madre enferma, Eve (Geraldine Page), luego de que su padre decidiera poner fin a más de treinta años de matrimonio. Entonces, Eve entra en un espiral sin retorno, acentuado por su inestabilidad emocional; mientras sigue amando a su marido, él está cansado de vivir junto a una mujer que ya no reconoce. Sus tres hijas parecen haber armado su vida , pero todas cargan con tormentos e inseguridades que el quiebre de sus padres no hace más que acentuar. Detrás de la cámara de Allen no se esconde una voluntad moralista, sino el afán de mostrar como, tarde o temprano, las relaciones basadas en la frialdad, los eufemismos y el silencio llegan a un ineludible punto de ebullición.

Con decorados sospechosamente perfectos, silencios prolongados e inquietantes primeros planos, el filme realiza una aguda disección del comportamiento humano que, como un caleidoscopio, despliega todas las posibles reacciones de un interior atormentado. Ese interior que el director neoyorkino se atreve a explorar por primera vez y, más aún, a poner frente a los ojos del mundo. Lo que se agradece, porque - al igual que el de sus personajes- el suyo es un interior tan perturbado como genial.


viernes, 15 de noviembre de 2013

Bagdad Café, de Percy Adlon: Hay vida en el desierto

En la imaginería colectiva del cine, el desierto nos habla de soledad. Una carretera larga y vaporosa que parece ir a ninguna parte, donde se vislumbran realidades ficticias y bagajes incesantes. En “París Texas”, el desierto le roba a Travis las palabras; En “My own private Idaho”, Mike se pierde entre el polvo y la narcolepsia. Pero en el mundo de “Bagdad Café”, la turista alemana Jazmin (Marianne Sagebrecht) camina firme y decidida por el borde de la carretera hirviendo, vestida con un grueso traje verde y un sombrero tirolés.


martes, 10 de septiembre de 2013

Domicilio Conyugal (Francois Truffaut, 1970): Hasta que la vida los separe

Cuando Francois Truffaut- director emblema de la Nouvelle Vague francesa- vio por primera vez al joven actor de 14 años Jean Pierre Léaud, supo que estaba frente a una proyección de sí mismo. Ipso facto, Jean Pierre obtuvo el papel de Antoine Doinel, alter ego del director. Su interpretación duró cinco películas y casi veinte años. La primera, Los cuatrocientos golpes (1959), siguió de cerca las rebeldías de niño de Doinel; Tres años después, en El amor a los veinte años (1962), Antoine vivió los avatares de un amor no correspondido; en Besos Robados (1968), conoció al objeto de su afecto, Christine Darbon (Claude Jade), quien se transformaría en el amor de su vida. Al menos, de su vida en pantalla.

Lee la crítica completa aquí

martes, 7 de febrero de 2012

El Decálogo (Krzystof Kieslowski, 1989): Bajo la niebla de Varsovia


Pawel tiene ocho años, los ojos grandes y la mente limpia e inquieta de un niño. Cuando es testigo- por primera vez- del último suspiro de un ser vivo, su cabeza se llena de preguntas. “Después de la muerte”, ¿qué queda de nosotros?” “La memoria de lo que hicimos en los demás" le responde su padre, acorde al prisma racional con que ve la vida. Pero Pawel queda inconforme, porque intuye que en esa respuesta no hay cabida para el alma, o la potencial existencia de una. Porque siente que él sí la tiene, y está preocupado por ella. Entonces, recurre a su tía, y ella intenta traspasarle su fe: “La vida no se trata de hacerle las cosas más fáciles a los otros mientras vivimos, sino que hacerlos felices para que nos mantengan en su memoria cuando no estemos”. Por fin, los ojos de Pawel se tranquilizan.


El es el protagonista de El Decálogo 1 (Amarás a Dios por sobre todas las cosas), primero de una serie de telefilmes realizados por Krzystof Kieslowski para la televisión polaca, basados en su reinterpretación de Los 10 Mandamientos. A lo largo de su obra- en la que destaca la trilogía BlueRouge y Blanc- el realizador encontró un leit motiv que tiene su génesis en el mundo documental; priorizar los silencios antes que el ruido, la detención antes que la acción, los conflictos antes que la evasión. Su cine se basó en lo más oscuro de la condición humana que era, al mismo tiempo, lo que lo movía hacia la luz de su obra. Plasmar un alma en un rostro, la atmósfera en un encuadre, la desolación en un gesto de apariencia fútil.

Aunque parecen no saberlo, los mundos de los protagonistas de cada decálogo están irrevocablemente conectados; por un condominio de edificios dónde cohabitan sin tener noción, por la bruma gris del invierno de Varsovia, por la música de fondo que emerge como telón de fondo detrás de sus historias, por un cruce fortuito en medio del parque. Pero más allá del espacio-tiempo, su unión radica en que todos buscan resolver inquietudes esenciales. Algunos inmersos en la inocencia de los primeros años, otros en el ocaso de su existencia, otros cuando parece que la vida ya no les dará más oportunidades.


Mientras cuestionan, observan, y encaran su realidad, descubren que no siempre hay finales felices, aun cuando se trata del celuloide. Kieslowski, en su infinita riqueza interior, despliega sus inquietudes más profundas y las disgrega al acoplarlas a 10 mandamientos que para muchos representan una decena de principios irrefutables, pero para él son un fértil punto de partida de nuevos cuestionamientos. Porque, aunque ante los ojos del catolicismo llegaron al mundo por un cable divino, son los seres humanos los que los interpretan y aplican. Y precisamente ahí radica su potencial imperfección.

lunes, 9 de mayo de 2011

Atrapado sin salida (Milos Forman, 1975): Tuerto en un país de ciegos


A lo largo de su carrera, el director checo Milos Forman ha demostrado cierta obsesión por los caracteres rebeldes y sufridos, que ante todo se resisten a seguir la corriente, como Larry Flynt enThe People vs. Larry Flynt, Andy Kaufman en El hombre en la luna o Mozart enAmadeus. No es extraño, tomando en cuenta que el mismo Milo también debió luchar contra un entorno adverso, cuando quedó solo luego de que su padre fuera arrestado y asesinado por la GESTAPO y su madre muriera en un campo de concentración. Lo cierto es que la película que representa la génesis de su simbiosis con la industria cinematográfica norteamericana, también pone en el centro a un personaje atormentado y extremo cuya existencia parece a destiempo. Basado en la novela homónima de Ken Kesey-quien nunca quiso ver su obra llevada a la pantalla grande- la película le valió al director la pleitesía del público, y el cetro de la segunda película de la historia en llevarse cinco Oscar, incluido mejor actriz, mejor actor y mejor película.

Después de reiteradas veces en la cárcel y de ser acusado de abuso sexual, Randle Patrick McMurphy (Jack Nicholson) intuye que la mejor forma de librarse de los trabajos forzados a los que ha sido condenado es fingiendo demencia. Así, termina internado en un sanatorio, en el que descubre que se libró de una cárcel para entrar en otra , conoce a uno de sus peores enemigos- la enfermera Mildred Ratched (Louise Fletcher)-, y encuentra mucha más identificación y compañía que en el mundo de la cordura.


En su leit motiv, el filme instala a la locura cómo tópico central, pero lejos de elevarla al nivel de verdad absoluta, la define como un endeble punto de vista sujeto, en su fragilidad, a la más vil y primigenia subjetividad humana. Más allá del desquicio clínicamente declarado, la realidad en la que se sumerge Randle muestra que la demencia es una herramienta de la cuál los cuerdos pueden abusar en forma infame y desquiciada, al menos cuando los beneficia a cumplir sus propósitos.
Mientras la pulcritud de la atmósfera se contrapone a las turbulencias interiores de los personajes, en la película subyace una voluntad de poner en juicio los absolutismos de los que muchas veces los seres humanos se asen para controlar lo que no pueden; ese que lleva a la enferma Mildred a empeñarse en mantener la locura como herramienta, aunque en esa obstinación esté en peligro su propia cordura. Al final, la problemática no radica en si Randle está sano, si es un tuerto en un país de ciegos o el más loco de todos; Milos Forman no se sostiene en resolver esa inquietud, porque conoce los límites de su propia subjetividad. Lo que hace es iluminar un fragmento de realidad que a veces pasa desapercibido, pero que puede llegar a robarse los últimos resabios de cordura de un ser humano.


jueves, 9 de octubre de 2008

Toro Salvaje (Martin Scorsese, 1980): Peso Pesado

Más de 25 kilos. Eso le costó a Robert De Niro su interpretación de Jake LaMotta, en una transformación física que sólo ha sido superada por los kilos de más de Vincent D’Onofrio en Full Metal Jacket, y que lo tornó prácticamente irreconocible. Un precio bajo a pagar, tomando en cuenta todo lo que esa interpretación trajo consigo: su primer Oscar, la pleitesía de la crítica, la etiqueta de una de las mejores interpretaciones de la historia. Referirse a Toro Salvaje, claro está, significa hablar de la sublime actuación de De Niro. Pero también de la dirección de Scorsese, quien encontró en la elaboración del filme la calma en medio de tiempos de turbulencia interior. De la fotografía de Michael Chapman, quien ya había colaborado con Scorsese en otra de sus películas cumbres, Taxi Driver. De la edición de Thelma Schoonmaker, para quién Toro Salvaje significó la génesis de su colaboración vitalicia con el director. De la banda sonora, basada en las obras del compositor italiano Pietro Mascagni. Porque en la unicidad de cada uno, radica la grandeza del todo. Un todo cuyo cetro varía entre la mejor película de los ochenta, y la mejor de la historia.



Basada en la autobiografía homónima del boxeador Jake LaMotta- Campeón Mundial de peso mediano entre 1945 y 1951- la película cuenta los avatares de un vida llena de triunfos, pero condenada a una irremediable caída libre. Ante los ojos de LaMotta, no importa si se está sobre el ring frente a un contrincante, en la cama con la mujer o en la mesa con la familia Todos los escenarios son confrontaciones, todos quienes los rodean potenciales enemigos a los que debe derrotar antes de que lo golpeen donde más le duele. Mientras gana peso y pierde cordura, LaMotta se enfrenta cara a cara con la decadencia de un pasado tan añejo como indeleble, y constata a través de la experiencia que los privilegios de las batallas ganadas se extinguen más rápido que los minutos en el ring. Toro Salvaje es una película sobre un boxeador, pero no de boxeo. Su trama no radica en los avatares de un luchador que emerge de las tinieblas y va en ascenso hacia un final feliz, tampoco en la redención del antihéroe ni en las edulcoradas moralejas propias del cine del tipo. Pero Scorsese nunca ha querido contar cuentos de hadas. Y esa obstinación es la que acerca su obra a lo más profundo del género humano.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Doce hombres en pugna ( Sidney Lumet, 1957): La duda razonable

Al igual que otros grandes, Henry Fonda siempre evitó verse en pantalla y jamás asistía al cine a ver sus películas. Sin embargo, frente al estreno de su rol protagónico en Doce hombres en pugna, decidió encararse a sí mismo en la penumbra por sólo 10 minutos. Se quedó más de una hora. Cuando quedaba poco para el final, el actor se levantó, se acercó al director y le dijo: “Sidney, es simplemente magnífica”. Luego, abandonó la sala en silencio. La sensación de encierro era algo que Fonda detestaba, pero fue lo que Lumet trató de acentuar al máximo en su obra culmine. Doce hombres en pugna había sido concebida para el teatro, y su génesis estaba en los ambientes cerrados, en la unicidad del espacio, en la sobriedad de la forma a favor de la riqueza del fondo.

domingo, 2 de marzo de 2008

Persona (1966), de Ingmar Bergman: La vida de la otra

La historia tras una de las obras cumbres del director sueco, vio la luz en un hospital. El anecdotario cuenta que Bergman imaginó Persona mientras se encontraba internado por una de sus habituales crisis de estrés y angustia. Albergado por la fiebre y el silencio, el director dio rienda suelta a sus pensamientos sin ningún tipo de interferencia, lo que se materializó en uno de sus relatos más profundos, complejos y reveladores. Bergman era un inconformista, que en sus obras plasmaba su afán por llegar a los extremos. Persona no fue la excepción; la historia fue protagonizada por sus dos actrices fetiches, Liv Ullman y Bibi Anderson. Con Liv compartió 10 películas y una hija. Con Bibi, 14 películas y una pasión clandestina. En la pantalla, Bergman las confronta en forma descarnada, las instala en los roles más complejos de su carrera y en el territorio que más domina, donde es amo y señor y- por ende- puede manejar a su antojo los afectos de sus mujeres...

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