Más de 25 kilos. Eso le costó a Robert De Niro su interpretación de Jake LaMotta, en una transformación física que sólo ha sido superada por los kilos de más de Vincent D’Onofrio en Full Metal Jacket, y que lo tornó prácticamente irreconocible. Un precio bajo a pagar, tomando en cuenta todo lo que esa interpretación trajo consigo: su primer Oscar, la pleitesía de la crítica, la etiqueta de una de las mejores interpretaciones de la historia. Referirse a Toro Salvaje, claro está, significa hablar de la sublime actuación de De Niro. Pero también de la dirección de Scorsese, quien encontró en la elaboración del filme la calma en medio de tiempos de turbulencia interior. De la fotografía de Michael Chapman, quien ya había colaborado con Scorsese en otra de sus películas cumbres, Taxi Driver. De la edición de Thelma Schoonmaker, para quién Toro Salvaje significó la génesis de su colaboración vitalicia con el director. De la banda sonora, basada en las obras del compositor italiano Pietro Mascagni. Porque en la unicidad de cada uno, radica la grandeza del todo. Un todo cuyo cetro varía entre la mejor película de los ochenta, y la mejor de la historia.
Basada en la autobiografía homónima del boxeador Jake LaMotta- Campeón Mundial de peso mediano entre 1945 y 1951- la película cuenta los avatares de un vida llena de triunfos, pero condenada a una irremediable caída libre. Ante los ojos de LaMotta, no importa si se está sobre el ring frente a un contrincante, en la cama con la mujer o en la mesa con la familia Todos los escenarios son confrontaciones, todos quienes los rodean potenciales enemigos a los que debe derrotar antes de que lo golpeen donde más le duele. Mientras gana peso y pierde cordura, LaMotta se enfrenta cara a cara con la decadencia de un pasado tan añejo como indeleble, y constata a través de la experiencia que los privilegios de las batallas ganadas se extinguen más rápido que los minutos en el ring. Toro Salvaje es una película sobre un boxeador, pero no de boxeo. Su trama no radica en los avatares de un luchador que emerge de las tinieblas y va en ascenso hacia un final feliz, tampoco en la redención del antihéroe ni en las edulcoradas moralejas propias del cine del tipo. Pero Scorsese nunca ha querido contar cuentos de hadas. Y esa obstinación es la que acerca su obra a lo más profundo del género humano.
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