Persona (1966), de Ingmar Bergman: La vida de la otra

La historia tras una de las obras cumbres del director sueco, vio la luz en un hospital. El anecdotario cuenta que Bergman imaginó Persona mientras se encontraba internado por una de sus habituales crisis de estrés y angustia. Albergado por la fiebre y el silencio, el director dio rienda suelta a sus pensamientos sin ningún tipo de interferencia, lo que se materializó en uno de sus relatos más profundos, complejos y reveladores. Bergman era un inconformista, que en sus obras plasmaba su afán por llegar a los extremos. Persona no fue la excepción; la historia fue protagonizada por sus dos actrices fetiches, Liv Ullman y Bibi Anderson. Con Liv compartió 10 películas y una hija. Con Bibi, 14 películas y una pasión clandestina. En la pantalla, Bergman las confronta en forma descarnada, las instala en los roles más complejos de su carrera y en el territorio que más domina, donde es amo y señor y- por ende- puede manejar a su antojo los afectos de sus mujeres.

Elisabeth (Liv Ullmann) es una célebre actriz que, mientras representa a Electra sobre el escenario, pierde la voz. Su mutismo no responde a un mero desperfecto biológico; todo indica que tras este se esconde la voluntad de callar. Después de permanecer un período internada, la doctora a cargo indica que Elisabeth está completamente sana, y le receta un tiempo de aislamiento. Entonces, la envía a su casa de verano junto a la enfermera Alma (Bibi Andersson). En la soledad de la playa, ambas mujeres se enfrentan; La primera, insiste en callar. La segunda, en llenar de alguna forma los silencios. En un principio, lo hace revelando su vida y secretos a su silenciosa oyente; luego, hablando por ella, robándole los pensamientos en una simbiosis tan inquietante como perversa. Con el paso de los días, Alma se transforma en el altavoz de los miedos acallados de Elisabeth. Y la actriz taciturna se deja interpretar. Mientras ambas existencias se traslapan, también lo hacen sus gestos, sus rostros, sus vidas, sus miedos. Entonces, nace la interrogante: si se está frente a dos seres distintos, o a las dos versiones de un alma dividida. Esta dicotomía- que suele hacer presencia en el cine del director sueco- puede confundir al espectador, pero no hacerle perder el norte. Porque la maestría de Bergman no radica en la coherencia de la forma, sino en el grado de verdad que yazca en el fondo.